Todas nos acordamos de cuándo fue la primera vez que un varón nos gritó algo sobre nuestro cuerpo en la vía pública. Tenemos el recuerdo muy vívido de esa ocasión en la que se masturbaron delante de nosotras cuando íbamos camino al liceo o al almacén. Tampoco nos olvidamos de aquella vez en la que un ómnibus hacinado en plena hora pico fue la excusa perfecta para que nos apoyaran el pene en la cola, en la espalda o en el hombro. Todos eran hombres y nosotras, generalmente, niñas. No entendíamos por qué tenían derecho a abordarnos así, pero nos callábamos porque nos daba vergüenza. Con el tiempo, entendimos que no lo podíamos evitar pero aprendimos estrategias para reducir los daños. Empezamos a cambiar nuestros trayectos cotidianos, convertimos los auriculares en escudos, mostramos menos piel, transitamos las ciudades con la cabeza gacha para evitar miradas lascivas. Y así, desde muy chicas, nos fuimos acostumbrando. Las conductas de los varones –aquellos que representan los modelos de masculinidad hegemónica y que creen que tienen poder sobre nuestros cuerpos– fueron disciplinando la manera en la que recorremos las calles, socializamos y ejercemos nuestra ciudadanía.

Estas prácticas unidireccionales ejercidas por una persona desconocida en cualquier espacio público sin el consentimiento de quien las recibe –y generando su malestar– constituyen lo que llamamos acoso sexual callejero y son una de las formas de violencia de género más naturalizadas en nuestra sociedad. Pero que estén culturalmente avaladas no quiere decir que no dejen marcas en nosotras. Algunas son temporales: nos quedamos temblando, nos da taquicardia, lloramos, nos cambia el humor por el resto del día. Otras son permanentes y tienen que ver con esta interrupción sistemática de nuestro tránsito urbano: el miedo constante a ser acosadas o violadas, los nervios cuando avizoramos a lo lejos un grupo de varones, la ansiedad de llegar a nuestra casa sin que alguien nos acose, la necesidad de tomarnos un taxi una vez que cae el sol.

Hace un par de años, Colectivo Catalejo entendió que el acoso sexual callejero es uno de los problemas que más afectan a las mujeres a diario, y empezó a trabajar el tema. De esa búsqueda nació la campaña “Libre de acoso”, lanzada en marzo de este año con dos objetivos fundamentales: problematizar, cuestionar y visibilizar estas prácticas; y generar conocimiento sobre el tema. Por eso, la iniciativa estuvo basada, por un lado, en la difusión de material audiovisual informativo y, por el otro, en la inauguración de una plataforma digital (www.libredeacoso.uy) para hacer denuncias.

Los resultados cuantitativos y cualitativos de la campaña fueron publicados la semana pasada en el marco de la presentación del libro No me halaga, me molesta, que incluye otras tres investigaciones sobre el tema y constituye el primer aporte teórico que se hace en Uruguay sobre acoso sexual callejero.

El lanzamiento de la publicación –realizada por Colectivo Catalejo con el apoyo de la fundación Friedrich Ebert-Stiftung (Fesur)– tuvo lugar en la sede de Radio Pedal. Allí, las autoras de los cuatro artículos expusieron datos, percepciones, resultados y conclusiones que surgieron de los distintos trabajos. Las exposiciones fueron moderadas por la periodista Azul Cordo, quien además fue la encargada de escribir el prólogo del libro.

“Es hora de que dejemos de pensar la ciudad como un espacio neutro, porque no lo es. Es un espacio que está cargado de significantes, atravesado por muchísimas desigualdades y varios privilegios. Es hora de ir deconstruyendo esto”, aseguró al inicio del evento Julia Irisity, integrante de Catalejo y una de las responsables de la campaña “Libre de acoso”.

Irisity dijo que el colectivo decidió analizar el acoso sexual callejero porque “era un tema muy naturalizado pero que tenía impactos bastante graves en el acceso al espacio público para las mujeres” y desde muy temprana edad. Destacó la importancia de la “sinergia” a la hora de trabajar sobre este fenómeno. En ese sentido, agradeció el aporte de diversas organizaciones feministas, de la Universidad de la República, de Fesur y de “otro montón de organizaciones, instituciones y personas que se han arrimado por interés en el tema y por la necesidad de trabajarlo”.

Sucede y molesta

El artículo “Libre de acoso: primer análisis de denuncias sobre acoso sexual callejero en Uruguay” es la sistematización de las 509 denuncias que Catalejo recibió durante el primer mes de campaña. El análisis de los datos –a cargo de Fernanda Berrueta, Micaela Cal, Sol Scavino, Leonel Rivero e Irisity– mostró tendencias muy claras sobre el fenómeno.

Lo primero a resaltar es que la mayoría de las personas que denuncian (92%) son mujeres, mientras que casi la totalidad de quienes acosan (93%) son varones. Esto refuerza la idea de que el acoso es unidireccional e implica relaciones de género. “Está bueno tener en cuenta este dato, sobre todo cuando algunos varones dicen ‘a nosotros también nos acosan’. Bueno, los datos no lo podrían confirmar”, dijo Cal, que fue la encargada de presentar el trabajo.

Por otro lado, la información recabada reveló que el acoso es un fenómeno que empieza a edades muy tempranas y que afecta más a las mujeres jóvenes que a las adultas. En este sentido, Cal explicó que la mayoría de las denuncias recibidas son de personas cuyas edades van de 19 a 25 años. Respecto de la edad del acosador, todas las denunciantes estimaron que era –en promedio– 30 años mayor ellas. “Si pensamos que pasa con mayor frecuencia en mujeres de 19 años estamos hablando de hombres de 50 años para arriba. Aparece acá la idea del ‘viejo verde’; esa sería la figura del acosador”, reflexionó Cal.

Otro dato interesante es que en el formulario de denuncias las mujeres narran que la mayor cantidad de situaciones de acoso tienen lugar en la tarde y no en la noche, como se podría pensar. Sin embargo, lo que sí mostró el relevamiento es que el acoso “se torna más violento hacia la noche”, momento en el que se registran más casos de tocamiento o persecución.

Además de relevar estos datos, una parte del formulario web permite que las denunciantes narren qué sintieron en el momento del acoso y cuáles fueron sus reacciones. Un análisis de contenido de estas narraciones mostró que las mujeres en su mayoría “expresan sentir asco, miedo, impotencia, rabia, bronca, angustia. Son todos sentimientos displacenteros. Esto podría ir absolutamente en contra de la hipótesis de que esto es algo que nos halaga”, afirmó en ese sentido la integrante de Catalejo.

En cuanto a las reacciones de las mujeres, el estudio muestra dos grandes categorías: las que manifiestan que no pudieron responder en el momento y las que reaccionaron de alguna manera. Aquellas que no responden actúan de este modo, en general, después de hacer una “evaluación del riesgo” que esa respuesta podría implicar. Otras mujeres, en cambio, cuentan que el acoso las tomó por sorpresa, por lo que no les dio el tiempo para reaccionar; esto, resaltó Cal, “va en contra de la hipótesis de que estamos esperando que nos halaguen”. Una tercera cuestión que aparecía entre aquellas mujeres que no respondían era que no se animaban porque estaban rodeadas de personas que tampoco intervinieron por ellas. “Nos gusta pensar en qué es lo que está pasando con el rol de todas nosotras y nosotros como testigos y qué podemos hacer con las situaciones de acoso que están sucediendo al lado nuestro”, profundizó Cal.

Las mujeres que pudieron reaccionar mencionan tres grandes tipos de respuestas: el insulto al acosador, la modificación del trayecto o la toma rápida de decisiones (como, por ejemplo, tomarse un taxi) y el pedido de ayuda a terceros.

Antes de finalizar la presentación del estudio, Cal insistió en algunas cuestiones a tener en cuenta para trabajos académicos que se puedan llevar a cabo en el futuro. En esta línea, mencionó el aporte que puede significar pensar en estas cuestiones desde el urbanismo feminista. Además, llamó a pensar el vínculo entre el acoso y las identidades disidentes, como “las masculinidades contrahegemónicas, las mujeres trans o las personas afro”, una línea de investigación que, a su entender, “todavía está inexplorada”.

Por último, y en consonancia con lo que Catalejo detalla en su artículo, Cal hace referencia a la recientemente aprobada Ley Integral de Violencia hacia las Mujeres basada en Género, que tipifica como delito el acoso sexual callejero pero “no lo regula”. Al respecto, agregó: “Le falta camino por recorrer porque falta presupuesto que lo apoye y faltan espacios de contención”.

El aporte de la academia

No me halaga, me molesta incluye otros tres artículos sobre investigaciones que fueron generadas en el marco del Espacio de Formación Integral (EFI) “Abordajes profesionales a la construcción de seguridad”, de la Facultad de Ciencias Sociales (Universidad de la República).

Uno de esos trabajos es “De usos y abusos: género, acoso y espacio público”, de Florencia Anzalone, Isabel Cedrés, Fernanda Delgado y Julián Reyes. Los responsables analizaron cuál es el vínculo entre el acoso callejero y el uso que hacen del espacio público mediante la realización de entrevistas en profundidad a mujeres y varones de entre 18 y 30 años, habitantes de los municipios D y Ch de Montevideo.

Una de las conclusiones que sacaron fue que las mujeres tenían un uso del espacio público mucho más funcional –su tránsito se rige por las actividades que realizan: iban desde sus casas a estudiar o al trabajo–, mientras que los varones hacían tránsitos mucho más abarcativos, por toda la ciudad y en horarios más amplios. Para Anzalone, quien presentó el trabajo, esta diferencia en el uso del espacio público tiene que ver principalmente con el “miedo” de las mujeres a ser acosadas.

Otra cuestión que apareció fue la diferenciación entre “acoso verbal” y “piropo”, de acuerdo con el contenido. En este sentido, las mujeres hablaron de un contenido más “halagador” cuando, por ejemplo, les dicen “sos linda”, y otro “acosador”, cuyo contenido es degradante y refiere a alguna parte del cuerpo. Los varones, por su parte, hablaron del acoso como algo que hacen “los otros hombres”, a diferencia de ellos, que tal vez alguna vez dijeron “piropos”. Anzalone resaltó que en este punto aparece una cuestión “de educación y de valores, por lo tanto de clase”, ya que identifican al acosador como “el trabajador, el obrero y no el hombre de traje y corbata”. Sin embargo, en las entrevistas de las mujeres, todas estuvieron de acuerdo en que el acosador “son todos”. Una de las entrevistadas lo resumió: “A veces parece tu abuelo que se te acerca, también es el joven que está en un grupo, a veces es uno de traje y corbata”.

A la hora de hablar sobre las motivaciones de quien acosa, Anzalone contó que aparecían dos razones claras. Por una parte, la idea “de que es la naturaleza masculina, el varón no se puede contener y está obsesionado con los cuerpos de las mujeres, especialmente en la juventud”. Por otra parte, aunque vinculado a lo anterior, el acoso aparece como una forma de “reafirmar la masculinidad hegemónica” ante los pares, ante la mujer acosada y ante uno mismo.

El otro artículo que aparece, también elaborado en el marco del EFI, es “Y vos, ¿qué tenías puesto? Miradas sobre el acoso callejero desde las percepciones de mujeres montevideanas”, de las autoras Maxiliana Cedrez, Lucía Greco, Manuela Rivero y Camila Videla. Este trabajo analiza lo que surgió de dos focus groups de mujeres, divididos por edades: el primero iba hasta los 25 años y el segundo desde los 26 años hasta los 62.

En la presentación, Rivero destacó el valor de las diferencias que surgieron entre los dos grupos. Por ejemplo, en el de las jóvenes se vio “un proceso en torno al acoso previo a la situación del grupo de discusión, en el que las participantes ya habían problematizado sobre esta cuestión y al hablar de acoso ya identificaban determinadas prácticas”. En tanto, en las mujeres adultas ese proceso de problematización “se fue dando durante la discusión de los grupos”.

Otra conclusión del análisis de las discusiones fue que las mujeres adultas ya no se sienten objeto de acoso en el espacio público y dijeron percibir “otro respeto” por parte de los hombres. Esto habla de cómo el acoso afecta más a las mujeres jóvenes, algo que Rivero calificó como “un factor de poder”.

En el artículo “Acoso callejero: visiones desde la vereda de enfrente”, Lía Martínez estudia las percepciones que intercambiaron varones en dos grupos de discusión divididos en las mismas franjas etarias. Aquí también surgió la diferenciación entre acoso y piropo. Martínez dio un ejemplo que también evidencia la riqueza del diálogo entre ellos: “En el grupo de adultos había participantes que decían: ‘Pero si yo le digo una vez a una mujer que es linda, eso no es acoso’, mientras que otros participantes decían: ‘Pero vos fíjate que si vos le decís que es linda una vez y después el que viene atrás tuyo le dice que es linda otra vez, es algo que pasa sistemáticamente’”. Los varones jóvenes, en cambio, no hicieron esa diferencia y hablaron de “acoso” en todos los casos. Para Martínez, esto “da cuenta de un pequeño cambio que hay entre las generaciones sobre qué se entiende como acoso”.

Finalmente, Martínez dijo que una de las conclusiones principales es que los varones entienden que el acoso es un problema que existe y que mayormente les ocurre a las mujeres, pero “es algo que de todas formas sigue quedando en la superficie para ellos y no se tiende a problematizar en profundidad porque supuestamente no se vive”. Por eso, llamó a “problematizar más” el tema, para que ellos puedan entender “que es un problema que pasa, que no exageramos y que pasa porque existe una desigualdad”.