Opinión: Sexo, género, identidad y cerebro: ¿Cuál usa para pensar?

Opinión: Sexo, género, identidad y cerebro: ¿Cuál usa para pensar?

Mi género no son mis ovarios o mis óvulos y tampoco mi vagina. Eso define mi sexo y obviamente no lo muestro públicamente. Haber nacido XX no me define. Mi género, mi identidad de género es como me reconozco, como me identifico conmigo misma, como me siento y quien soy y para poder decir quién soy necesito más que mis órganos sexuales, necesito más que mis gametos, necesito de mi cuerpo como un todo y en ese todo está incluido mi cerebro.

He leído algunas afirmaciones en los medios y las redes sociales sobre la ley de Identidad de Género que confunden lo esencial. Confunden sexo con género o incluso niegan la existencia de la categoría género, es por este motivo que me gustaría, de una forma muy breve y sin ninguna intención académica, aclarar algunos puntos.

Sexo es una distinción biológica, género una distinción social e incluso aquellos que dicen no creer en la distinción de género, si creen en ella aunque lo nieguen.

Las características sexuales primarias -aspectos biológicos y anatómicos-  son, en nuestra sociedad, algo del ámbito privado. Lo que mostramos públicamente, nuestra apariencia, nuestra identidad, forma de vivir y el papel que desempeñamos en la sociedad no está determinado por los órganos sexuales, esos que en general no mostramos en la vía pública a riesgo de ser sancionados por la ley.

En nuestra cultura no se permite mostrar los genitales en público, por lo tanto, cuando identificamos a una mujer o a un hombre como del género femenino o masculino es porque podemos observar características propias de ese género, permitidas y aceptadas en nuestra sociedad.  Cortes de pelo, vestimenta, maquillaje, conductas y actitudes.

En Chile, los hombres por lo general eliminan de su rostro uno de los caracteres secundarios más comunes del sexo masculino, la barba. En algunos países esto es condenado con pena de muerte por considerar que al eliminar la barba los hombres se ven afeminados. Imagino que aquellos que niegan el concepto de género sabrán que cada vez que se afeitan se están mostrando, públicamente, femeninos.

Usar barba, o no usarla, mudar a las guaguas, lavar platos, barrer el piso, usar pantalones, pelo corto o cocinar son algunas de las miles de características públicas de la identidad que constituyen un género. Así como, dejarse crecer el pelo, maquillarse, no maquillarse, depilarse, no depilarse, manejar camiones, usar pantalones o vestidos, jugar fútbol o practicar ballet, son otras miles de características públicas de la identidad que constituyen un género.

Mi género no son mis ovarios o mis óvulos y tampoco mi vagina. Eso define mi sexo y obviamente no lo muestro públicamente. Haber nacido XX no me define.  Mi género, mi identidad de género es como me reconozco, como me identifico conmigo misma, como me siento y quien soy y para poder decir quién soy necesito más que mis órganos sexuales, necesito más que mis gametos, necesito de mi cuerpo como un todo y en ese todo está incluido mi cerebro.

Cerebro, este es el problema con quienes niegan el concepto de género e identidad de género.

Usar el cerebro, ese magnífico órgano que nos permite pensar, reflexionar, anticipar movimientos e incluso dejar de hacer algunos, es peligroso para aquellos que imaginan que son las gónadas las que comandan nuestro modo de ser.

Es peligroso imaginar que es con y gracias al cerebro y no las gónadas que reflexionamos sobre nuestro ser.

Peligroso imaginar que no somos sujetos divididos entre cuerpo y mente; peligroso permitir pensar, aunque sea imposible no hacerlo.

No existe ideología de género, lo que existe es gente con miedo a dejar de pensar con el pene o con los ovarios porque si usan el cerebro pueden pasar a cuestionarse sobre muchas otras cosas que tal vez ponga en peligro una ideología que somete, a quien la sigue, a la culpa y al miedo.

Mi género, su género no es su sexo, no son sus genitales. Su género, su identidad de género necesita de su cerebro.

Úselo, sin miedo.

Por Catalina Baeza, Psicóloga 

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