¿Quién necesita una identidad?

¿Quién necesita una identidad?

Dra. Claudia Calquín Donoso. Psicóloga, académica e investigadora de la Escuela de Psicología Universidad Central de Chile

La reciente premiación de la película chilena una “Mujer fantástica” de Sebastián Lelio ha reabierto un debate en el que sin lugar a dudas hay mucha tela que cortar: el reconocimiento por parte del Estado de las identidades de género llamadas transgénero, en un contexto en que la tramitación del proyecto de Ley de Identidad de género revela intensos debates y tensiones que son bien conocidas. Si bien es cierto que la categoría transgénero es usada y reivindicada por grupos de activistas que están intentando conseguir el derecho al cambio de nombre y sexo en las partidas de nacimiento y documentos públicos, también es cierto que dicha categoría nace en el seno del pensamiento médico – psiquiátrico, que actualmente sigue siendo parte de los trastornos mentales por disforia de género y que su historia revela la manera en que los cuerpos y la subjetividad son resultado no de historias personales sino de complejos dispositivos de saber/poder.

Resulta sugestivo que tanto para el Estado como para los grupos activistas la identidad de género es definida como “una vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente profundamente, la cual puede corresponder o no con el sexo asignado al momento de nacer”. Llama la atención que a pesar de las diferencias que pueden aparecer en torno a la discusión sobre cuáles son los cuerpos que importan o no al Estado, o ciertos mecanismos de implementación de la futura ley, tanto los discursos de la ley como de algunos activistas coincidan en un aspecto central que a mi juicio plantea una serie de paradojas para los movimientos feministas como de la disidencia sexual: la definición misma identidad de género como un hecho interior e individual y que se construye entre polos binarios: femenino y masculino.

Lo que se asume como consenso es que las personas nacemos con un sexo natural, claro y distinto (hombre y mujer) sobre el que se construye una identidad social también clara y distinta (femenino y masculino); los problemas para esta perspectiva surgirían cuando no existe una coherencia entre el sexo natural y el género social, es decir cuando una persona, por ejemplo, con un sexo masculino experimenta una vivencia interna “femenina”. Esa vivencia interna se manifestaría siguiendo el mismo ejemplo, a partir de deseos reales de sentirse mujer, de querer hacer cosas que hacen las mujeres, de performar el cuerpo como lo hacen las mujeres; inclusive se plantearía la convicción de desarrollar una psicología femenina. Con esto no quiero trivializar la experiencia trans, por el contrario, es claro que una buena parte de los suicidios juveniles se deben al sufrimiento causado por la serie de discriminaciones que la película retrata muy bien y por supuesto que el incipiente activismo transgénero en nuestro país ha aportado, en muy poco años, a desenredar el supuesto determinismo del vínculo entre genitalidad e identidad.

Cédula de identidad, dispositivo de tecnovigilancia

La pregunta que me surge es de otro orden y tiene que ver con ¿desde qué lugar hablamos cuando damos por sentado una identidad de género y la necesidad de su reconocimiento? ¿hasta qué punto la experiencia de incoherencia es resultado de normas que nos constituyen pero que a la vez nos constriñen y de forma concreta, de tecnologías bio-médicas y psiquiátricas que han formatedo de manera profunda nuestra subjetividad, nuestros deseos y nuestras propias resistencias? Por otro lado los mismos grupos de activistas han asumido la distinción –o por lo menos no la han cuestionado- realizada por el Manual de Trastornos Mentales DSM V entre transgénero y transexual cuya línea de demarcación estaría dada por el deseo de intervención quirúrgica por parte de un sujeto. En este caso, las cirugías y las prácticas médicas actúan como prácticas habilitadoras del derecho a la ciudadanía o siguiendo a Franz Fanon al derecho de posicionarse por sobre la línea del ser por medio de acciones que por un lado regulan y controlan los cuerpos para fines de normalización, pero que también supone agenciamientos, reconocimiento social, decodificaciones de las máquinas abstractas (Deleuze y Guatari, 2012) con las cuales el poder del mercado o los medios, entre otros, se despliega. Lo que más me urge en esto es pensar si acaso ¿existe algo como una feminidad o una masculinidad esencial que se manifiesta en sentires, haceres, vivencias y que de no poder manifestarse en un nombre, en un dispositivo de tecnovigilancia como la cédula de identidad o una intervención tecnoprostética que deviene en un sufrimiento o en un suicidio?

Desde mi perspectiva la discusión legislativa, los medios de comunicación y en general los discursos hegemónicos de la psiquiatría o la misma psicología prácticamente han monopolizado los términos de la discusión en torno a lo trans situándolo exclusivamente en el deseo de reconocimiento y normalización de los cuerpos marcados como incoherentes a partir de un movimiento en que se reafirma la distinción sexo/género, el derecho del Estado a regular nuestros cuerpos, reafirmar la soberanía de la bio-medicina en los temas del cuerpo y la subjetividad y la constricción del movimiento social a un deseo de Estado y un deseo de ley. Siguiendo el análisis ya antiguo que realiza Foucault lo transgénero al igual que el resto de las categorías que evocan al cuerpo lejos de expresar un conflicto de una identidad individual e íntima, es resultado de un dispositivo sexual y que de acuerdo al filósofo francés reúne un conjunto heterogéneo de discursos, instituciones, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, entre otros. que constituye a los sujetos a través de inscripción de formas de ser en sus cuerpos.

Lo importante en esto que el dispositivo no “captura” a los individuos, sino más bien los constituye y los excede. Por otro lado el dispositivo sexual niega las condiciones de su propia producción , naturalizando sus categorías y al sujeto que resulta de él; así, en el caso del debate transgénero, esto se muestra en la imposibilidad de instalar la sospecha acerca de la definición misma de identidad de género o la legitimidad que tiene el Estado de regular las vidas e intervenir los cuerpos y si la misma categoría de identidad de género corre el riesgo de estabilizar aún más las regulaciones y definiciones hegemónicas acerca de la multiplicidad de experiencias vinculadas a nuestros cuerpos sexuados. Recordemos que los debates en el movimiento feminista acerca de seguir una política que se sustente en la idea de alguna identidad de género, sexual o de raza, entre otras, ha provocado verdaderos sismas, giros y desplazamientos hasta el punto de que hoy en día hablamos de una política feminista pos identitaria y que pensadores como Stuard Hall se preguntaban hace varias décadas “¿quién necesita una identidad?”.

Programación farmacéutica y de prótesis

A pesar de que en la discusión sobre la ley hay varios documentos realizados por expertos juristas como del campo de la psicología en los que se plantea la identidad como una construcción inestable y fluida, lo cierto es que estas definiciones vienen más que a superar la noción vieja de identidad como entidad monolítica y estable, a adjetivar una identidad que sigue intacta al modo de un concepto fundacional desde el cual se parte. Una visión crítica sobre la identidad supone un movimiento en sentido contrario al hasta ahora conocido: dar cuenta de todos aquellos procesos y entidades a través del cual se materializa y decodifica en los cuerpos una identidad femenina o masculina, en un gesto en que la identidad no es un punto de partida sino que un punto de llegada. Dar cuenta de los mecanismos por medio de los cuales se construye socialmente una identidad permite asimismo asumir los problemas teóricos y políticos de seguir defendiendo las fronteras entre un sexo natural y un género social o cultural en un contexto en que el desarrollo de las tecnologías corporales opacan una visión acerca de la existencia de la naturaleza como base de la cultura –y no imbricada con ella- y que se manifiesta de forma binaria.

Creo que la lucha por el reconocimiento y el goce de los derechos políticos, sociales y económicos debe ir acompañada y cruzada por un cuestionamiento desde la raíz del asunto y no conformarse con incluir otros casilleros en donde se incorporarían los cuerpos disfóricos –como si no todo cuerpo fuer disórico- sin modificar o por lo menos mostrar la matriz de producción tecnológica del cuerpo trans y la experiencia de sufrimiento de una identidad no inteligible en los estrechos márgenes del régimen sexual contemporáneo. El discurso médico estrictamente programado por las taxonomías y actualmente por las farmacéuticas y la industria de prótesis, y que habla tanto en la ley como en algunos grupos activistas, sigue colocando los límites para resituar el debate acerca de qué manera estas definiciones del género que movilizan además los dispositivos legales de regulación somática se plantean como exclusivos marcos de inteligibilidad del género que, sin lugar a dudas, constituyen parte central del accionar de la gestión tecno-política de los cuerpos, de la feminidad y la masculinidad en la sociedad tecno-capitalista.

Si volvemos a la película, es claro que la mirada puesta en el sufrimiento y entereza de la protagonista frente a la discriminación de un cuerpo no legible en un país clasista y homófobo como Chile, puede ser repolitizada escenificando otros puntos de visión más críticos y novedosos como la escena en que Marina señala “…no quiero más carabineros, no quiero médicos, no quiero más delantales, no quiero uniformes, no quiero nada…” a lo que yo agregaría no quiero más identidad.

Creo que lo trans como categoría paradójica –en donde se reúnen dispositivos de poder y prácticas de subversión- contiene en sí mismo las herramientas de su propia destrucción; lo trans abre la posibilidad de hacer estallar nuestra categorías binarias sobre el género, la sexualidad y los objetivos de la trasformación social. Pensar la identidad como una vivencia interna individual es negar las prácticas e ideologías que hay tras su construcción e invisibiliza la intersección entre la máquina social y la violencia simbólica que hay en todos y cada uno de los ámbitos en que se regula el género.

 

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