La escena también es nuestra

La escena también es nuestra

Por Fabiola Gutiérrez, encargada de medios del Observatorio de Género y Equidad

 La ola feminista que terminó de reventar el 2018 instaló algunas urgencias sociales y culturales, pero también importantes desafíos en materia educacional y organizacional: crear procedimientos que realmente se hicieran cargo de enfrentar y resolver los casos de abuso y acoso sexual. Una demanda que se hizo extensiva a otros planos de la esfera social, porque no era posible sostener la naturalización de la violencia de género en estos contextos o el temor para evidenciar y denunciar el abuso de poder de diferentes actores del mundo de la política, la cultura y lo social.

En este repaso, no olvidamos la escenificación de la acción de la Asamblea de Mujeres estudiantes que, tras la revuelta feminista, entregaron en el mes de junio del año pasado su petitorio en la Casa Central de la Universidad de Chile y lo hicieron con música: una orquesta y un coro conformado exclusivamente por mujeres se presentó justo antes que se presentara el documento que reunía las demandas del movimiento estudiantil. Ahí nace la Orquesta de Mujeres de Chile. Un hito no menor si pensamos que muchas de ellas levantaron la necesidad de generar espacios seguros donde pudieran desarrollarse y tener una instrucción apropiada para insertarse, luego, en un ambiente laboral tan masculinizado en estos tiempos. Bien sabemos que las diferencias entre hombres y mujeres en la industria musical son abismales.

De ahí surge la pregunta ¿Cuánto ha permeado la ola feminista en los procesos creativos? ¿Se generaron más espacios y oportunidades para las mujeres en el arte y la música? ¿Cuánto del “MeeToo” sigue estando presente y no se nos convierte en un slogan? Vamos por parte.

Un artículo de Ruidosa Fest cuestiona cómo ha evolucionado la brecha de género en los escenarios de América Latina aportando reveladores resultados. Analizaron 66 festivales de la región durante 2016, 2017 y la primera mitad de 2018 y la participación de mujeres no supera un cuarto de los números artísticos. Los números siguen siendo desalentadores con una baja participación de mujeres en la región. El análisis de más de tres mil artistas y bandas muestra que la participación de mujeres (solistas y bandas de mujeres) no supera el 10% de los números artísticos en cada uno de los tres años analizados: 9,1% en 2016, 10% en 2017 y 10,1% en 2018, manteniéndose constante a través de los tres años.

Este escenario no es causal. Ni antes de la movilización feminista de 2018 ni ahora. Desde antes del estallido de la ola feminista chilena conocemos del trabajo de la Coordinadora Femfest, que nace el año 2004, precisamente de la necesidad de abrir espacios para mujeres dentro del mundo del rock que históricamente ha sido un espacio dominado por hombres. Con los años se ha trasformado en una plataforma que promueve el reconocimiento del trabajo de mujeres en el área de la música y las artes desde la contracultura.

No quisiéramos dejar de mirar como se cruza esta desigualdad con el movimiento #MeToo. Bien advierte Rita Segato, antropóloga feminista argentina, que el movimiento latinoamericano “Niunamenos” no puede emular al “Metoo” norteamericano que surge el 2006, porque éste último se dirige al Estado para resolver todos sus problemas. Su fundadora, Tarana Burke dejó clara una cosa: El #MeToo no es un momento. Es un movimiento que nos pertenece a todas. La industria de la música no es inmune. En los términos propuestos por la periodista argentina Luciana Peker, la importancia del #MeToo recae en dos aspectos. El primero, es la denuncia de un sistema cultural (y de negocio) que tiene como pilar la violencia machista y el segundo es mostrar que el “NO” como bandera es diferente en tanto representa el grito de las mujeres que fueron silenciadas pero que hoy se pronuncian con mayor eco.

Acá no estamos hablando solo de desigualdades o de la absurda discriminación histórica de las mujeres en estos espacios, también del acoso que han enfrentado por años es la escena o industria musical. Bien señala la soprano chilena, Francisca Cristopulos, que dentro de la música clásica y la música docta, es sabido que el lobby funciona a todo nivel, la diferencia es que cuando una mujer hace lobby significa irse a la cama con alguien, cuando el hombre los hace implica fumarse un pucho con el jefe. Esa diferencia es tan grande que hace que sus especificidades sean vulnerables al acoso y un ejercicio de poder a la hora de tratar con mujeres.

Más ejemplificador no puede ser las recientes acusación de nueve mujeres –ocho cantantes y una bailarina– contra Plácido Domingo por haber usado su poder para acosarlas sexualmente causado un terremoto en la industria del canto lírico de habla hispana. Aún no se dimensionan sus réplicas.

La desigualdad y el acoso en la industria musical tiene de dulce y agraz. Hace un par de años la vocalista de The Pretenders, Chrissie Hynde, fue fuertemente criticada por grupos feministas británicos, tras culpabilizar a las mujeres por su atuendo y actitud provocadora de incitar las violaciones, lo que explicaba haciendo alusión a una situación vivida a sus 21 años. O, frente a todos los casos de abuso cometidos por la Iglesia Católica, le perdonemos a la llamada reina del rock, Patti Smith asistir en 2013 a la audiencia del Papa Francisco en la plaza de San Pedro. Se le pedirán miles de disculpas a Sinead O’Connor por romper la foto de Karol Wojtyla cuando indicó el lugar del verdadero enemigo de niñas y niños.

Sobre el impacto de las olas feministas en los procesos creativos podríamos hablar extensamente. Como bien señalan Shelley Cobb y Tania Horeck, las 300 voces del Time’s Up; la denuncia pública del sexismo en la industria musical australiana #MeNoMore; las mil 993 firmas para #närmusikentystnar (Cuando la música calla) y la movilización de mujeres en los ámbitos artísticos y laborales en México, Argentina, Uruguay y Chile a través de los hashtags #MiráCómoNosPonemos, #YoSíLesCreo, #YoLesCreoAEllas, #HermanaYoTeCreo y #MeToo, son el epicentro de lo que han denominado “Era Post Weinstein”.

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