Las raíces históricas de las ollas comunes

Las raíces históricas de las ollas comunes

Por Hillary Hiner, Coordinadora (centro) Red de Historiadoras Feministas, Profesora Asistente, Escuela de Historia, UDP

“Las intenciones de Yela fueron: 1. Promover la dignidad de las mujeres. 2. Concientizar a las mujeres sobre su dignidad como personas. 3. Reconocernos como personas y no como objetos. 4. Reconocer que la violencia contra las mujeres es inaceptable (…)” (Entrevista con Hermana Jessie Poynton, Hiner, 2019, p. 159)

“…fueron las mismas mujeres pobladoras de Villa La Paz, José Miguel Carrera y Villa Norte las que se organizaron para planificar, cocinar y distribuir las comidas. Esa actividad unió a las mujeres pobladoras del sector ya que prácticamente todas tuvieron –en algún momento– que recurrir al comedor popular (…) [este] propició un ambiente más “familiar” que les permitió a las mujeres hablar de sus problemas. Mientras las voluntarias preparaban la comida –una sopa, un plato principal o un postre– conversaban de sus problemas y vivencias cotidianas, transformándose en una experiencia crucial en la formación de este grupo de mujeres (Hiner, 2019, p. 157)

Quise partir esta columna con dos citas de mi libro, Violencia de género, pobladoras y feminismo popular (Tiempo Robado, 2019).  En la primera, la hermana Maryknoll, Jessie Poynton, activa en la fundación del grupo Yela en Talca en 1986, habla de los principales objetivos del grupo.  Nótense como la “dignidad” – palabra tan escuchada en los últimos meses – figura de manera importante dentro de las demandas de las pobladoras. En la segunda cita, se narra un poco más sobre cómo este grupo se llegó a formar, nacido, justamente, en las ollas comunes y el comedor popular de la parroquia en las poblaciones del barrio norte de Talca a principios de los años 80.

Al igual que muchos otros grupos feministas populares que iban a trabajar la violencia contra la mujer en esos años, Casa Malén o Casa Sofía en Santiago y Casa Mirabal en Coronel; la Casa Yela tiene sus raíces en estas primeras organizaciones de las pobladoras en torno a la sobrevivencia cotidiana. Desde la extrema pobreza provocada por el neoliberalismo de la dictadura y la crisis económica del 82, las mujeres populares se organizaron en todos los territorios. Posteriormente, muchas de estas formaron parte de grupos de mujeres o feministas populares que se unieron en la lucha contra la violencia de género y la dictadura. “Democracia en la casa y en el país”, se decía.

En las últimas semanas, en diversas entrevistas me han preguntado por las raíces históricas de las ollas comunes en el país.  ¿Hubo alguna población en particular adonde surgieron las ollas comunes por primera vez?  ¿Quién las inventó?  Es común este tipo de búsqueda de origen dentro de preguntas históricas.  Pero al igual que muchas otras cosas, las respuestas no son tan fáciles ni tampoco tan claras. En lo más reciente, por supuesto, tenemos que nombrar el gran número de ollas comunes que emergieron en las poblaciones durante los años 80 por la extrema pobreza impuesta por la dictadura.  Pero ¿qué pasó antes, qué pasó después? Por un lado, es importante señalar que las mujeres populares siempre se han organizado en torno a redes territoriales de subsistencia en diversos momentos de mayor necesidad.  En gran medida, fueron las mujeres las que más organizaron las tomas de terreno durante los años 60 y 70, y formaron parte de los comités que distribuían agua, comida, ropa y materiales de construcción en los campamentos y poblaciones recién formadas.  Aquí, sin duda, también hubo ollas comunes porque es una estrategia de subsistencia de las mujeres populares – visualizada como una “extensión” de los cuidados femeninos desde el hogar a la comunidad – que no remite a ningún período histórico en particular.

Las ollas comunes también estuvieron presentes en muchos otros contextos, entre mujeres inquilinas en el campo durante tiempos duros, entre mujeres populares dentro de los cité y los conventillos en los años de la Gran Depresión y entre las mujeres en las oficinas salitreras del norte, que se tenían que organizar frente los abusos de las pulperías y las empresas extractivistas, muchas extranjeras.  En última instancia, tal vez, podríamos rastrear las ollas comunes hacia tradiciones más comunitarias de mujeres de pueblos originarios o mujeres de la diáspora africana, tan negadas en nuestros “historiales oficiales”, pero tan presentes en cuanto lo sociocultural chileno.

Es un error pensar que las ollas comunes solamente se ubiquen en aquellos pasados añejos y lejanos. El modelo neoliberal instalado durante la dictadura y perfeccionado por tantos años de duopolio político, ha matado mucho de ese “Estado de bienestar” instalado con grandes luchas a lo largo del siglo XX.  Ya no existen servicios públicos de calidad; todo se privatizó y se debe pagar: educación, salud, vivienda, pensiones, transporte público, servicios básicos.  Desde los años 90 en adelante vimos esto en la gran cantidad de actividades en barrios populares – muchas lideradas, de nuevo, por pobladoras – que se tenían que organizar para pagar colectivamente ciertos gastos.  La completada para el vecino que tiene que pagar sus quimioterapias, la rifa para la compañera trans o travesti que necesita pagar sus triterapias, la colecta para las familias de los presos políticos mapuche o las compañeras migrantes que no tienen qué comer con la pandemia de COVID-19.  Muy recientemente, unas compañeras lesbianas y feministas anti-racistas crearon hasta una App – Lelapp (¡búscala en Instagram y Facebook!) – para recolectar recursos de manera colectiva y redistribuir a compañeras lesbianas, trans, travestis, maricas y migrantes, que lo están pasando mal por la actual crisis económica y sanitaria.

Estos esfuerzos, en muchos casos profundamente feministas, son hermosos, ayudan a paliar lo que sería una crisis aún mayor.  Pero también apuntan hacia el gran desamparo y el nivel de desesperación que provoca el Estado neoliberal y necropolítico, que sólo administra las muertes de quienes son pobres, de quienes más se sacrifican por sobre el altar de los grupos llamados súper ricos y la mantención de sus privilegios. Una persona enferma de COVID-19 que se puede atender en una clínica lujosa de barrio alto con camas críticas y ventiladores mecánicos, probablemente sobrevivirá mientras una pobladora con Coronavirus muere en una silla de plástico esperando atención en una carpa que le llueve anexada a un hospital público totalmente colapsado. ¿Hasta cuándo podemos seguir así?

Si las mujeres Yela de los años 80 se organizaban en contra del hambre y la violencia, demandando “dignidad”, vemos que ahora en 2020, que las mujeres populares nuevamente se organizan por lo mismo. Ya varios estudios sobre violencia íntima de pareja nos demuestran que el encierro de las cuarentenas está agudizando los problemas de violencia dentro de los hogares.  Hay una preocupación aquí también por las personas LGBTIQ+ que podrían estar enfrentando violencias diversas por parte de sus propias familias y/o sufriendo mucho estrés psicológico por tener que “ocultar” sus identidades.

A la vez, el gobierno de Piñera, ya culpable de masivas violaciones de derechos humanos y cada vez más cercano a la ultraderecha, se ha empeñado en sólo criminalizar y castigar a los sectores populares.  Primero, por no crear un sueldo básico de emergencia que permitiría una verdadera cuarentena para las personas pobres y, segundo, por castigar con grandes multas y hasta años de cárcel a quienes tienen que salir a trabajar (por la falta de ingresos).  Prácticamente todos estos trabajos se hacen con permisos o salvoconductos truchos gestionados por las empresas (que se camuflan de “servicios esenciales”) o por los mismos trabajadores y trabajadoras que tienen que mentir para no morirse de hambre.  En ningún caso se ha pensado en la “crisis de los cuidados” que acompaña a las mujeres trabajadoras.

El gobierno se ha empeñado en reprimir también las estrategias de resistencia históricas que ha surgido en los barrios populares. Cuando El Bosque se levantó por hambre, la solución, una vez más y desde las revueltas del 18-O en adelante, fue mandar fuerzas especiales a gasear y violentar a pobladores y pobladoras en las calles.  Sí, el gobierno les gaseó durante una crisis de Coronavirus que provoca problemas respiratorios graves. Ahora, y por medio de un instructivo, también se pretendería monitorear las ollas comunes a través de un control efectivo de las personas “organizadoras” de ollas comunes (en la mayoría de los casos de las mujeres pobladoras).  Si antes les daba por botar las ollas y perseguir a las personas de los comedores populares por infracciones sanitarias, ahora se supone que los castigos serán aún más severos.  Y se instalan serias dudas sobre el control estatal y la falta de privacidad que provoca el uso de nuevas tecnologías durante la pandemia (reconocimiento facial, rastreos de datos a través de dispositivos móviles cómo celulares).

Mientras Piñera y sus secuaces comen paté de jabalí en La Moneda y tienen sus funerales a la orden con músicos (que “no cuentan”), el pueblo pasa hambre. Una vez más las ollas comunes se levantan como focos de resistencia frente la tiranía. Una vez más las mujeres populares piden “dignidad” y sólo reciben golpes de vuelta.  Si algo nos enseña la historia, es que no subestimen a la resistencia de las pobladoras y sus comunidades.

Crédito foto destaca: Max Donoso Saint, en Memoria Chilena

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